2/4/07

El Mar de todos los mares

Por José Manuel Marrero Henríquez*
En la Playa de las Canteras tiene lugar una bella puesta de sol. No hay maresía, no hay calima, no hay bochorno, no sopla el viento. Hace fresco y no hay polvo sahariano ni humedad que asciendan en el aire para difuminar el contorno límpido de las cosas. Las rocas se hacen patentes contra el azul oscuro del mar, la espuma rompe aquí y allí para acariciar de blanco cada grano rubio de la arena, y el sol, que se pone tras la isla de enfrente, resalta de sombra el duro volumen volcánico del Teide y se refleja con enérgico brillo en las nubes de tonos que se gradúan del blanco al rojo, del rojo al rosa, del rosa al anaranjado, del anaranjado al amarillo. Como tantas veces, el crepúsculo ha venido con sosiego a Gran Canaria para regalar a los que pasean por la avenida de la Playa de Las Canteras.

Rafael y Fernando, que son unos linces de la política territorial y del medio ambiente, caminan con sigilo por la avenida de la playa y, al pasar junto a un solar, se lo imaginan repleto de billetes de quinientos euros. Al otro lado, el sol se desviste gratis de sus mejores galas.

A Pilar del día sólo le interesa la noche, porque de noche puede pasear tranquilamente a su bulldog francés, llevarlo a una oscura esquina a defecar, recoger con disimulo su regalito intestinal y sin que nadie la vea depositarlo en una bolsa de plástico dentro de una papelera. Su perro no ve el sol de la playa desde los tiempos de Diógenes.

Con sus atuendos de agresivo reguetón puertorro o chicano neoyorquino Jessica María, Kevin Betancor, Jonathan Doramas y Demi Guacimara de la Encarnación entretienen sus vidas de serial estadounidense por los barrios de la ciudad alta sin que nadie les haya enseñado a mirar una puesta de sol tras el mar. En la Playa de Las Canteras acaece una todos los días, es hermosa, no cuesta nada y tiene música, una música suave y armónica muy distinta del ruido que escuchan sin cesar desde que fueron concebidos.

Pedro añora sin remedio los bancales cultivados de papa y millo, el penetrante olor del alpende de las vacas, el croar de las ranas en el estanque. Le gustaría hacer como antes, ordeñar las cabras, cuajar la leche, preparar la prensa, hacer el queso y ponerlo en el cañizo para dejarlo curar, le gustaría otra vez desgranar el millo, tostar el grano y llevarlo al molino a que le hagan el gofio, le gustaría recolectar las naranjas, los papayos, los guayabos y ver cómo todo sale de la tierra con trabajosa vitalidad. En la ciudad busca cada tarde la hora del crepúsculo, porque el crepúsculo de la Playa de Las Canteras y el cumbrero de su memoria son iguales, puros, lejanos pero evidentes, porque nada en medio, nada que se interponga entre su mirada y el cielo. Y sabe que para qué volver, para no ver, para no encontrar, porque el paisaje de sus recuerdos se lo han cambiado. Entontecido, Pedro vuelve la mirada del horizonte, a medio camino entre la playa y su infancia de campo verde.

Susanne se ha traído sus rutinas de Alemania y cada día baja a la arena a la hora del crepúsculo para caminar largo rato. No ve flores ni árboles pero el espléndido sol que se pone y la mar salada que esconde abundante vida la satisfacen. Allí debajo hay mucho pescado, salemas, viejas, incluso pulpos, una suerte de fértil bosque marino en un entorno de apariencia desértica que ha aprendido a apreciar. Y lo ha aprendido sin remedio. Días atrás se adentró por la isla para disfrutar de una caminata por los senderos rurales, pero a cada instante una carretera le salía al paso, o se encontraba con una pista de tierra, cuando no con una asfaltada que se cruzaba, hostil, en su camino. En los rincones más inusitados se dio de bruces con cubiculares casas garajeras y en los barrancos más remotos se encontró colillas, tetrabricks, lavadoras, colchones y hasta un coche podrido de herrumbre. Por eso cada noche sale a la avenida y camina y camina para observar el horizonte que a veces torna de naranja las gaviotas que graznan sobre el arrecife.

María sale del agua después de nadar un rato, se seca ligeramente con la toalla, la extiende sobre la arena y mira hacia el horizonte. Mira con detenimiento los colores del aire, una barquilla lejana y, más acá, las gaviotas que sobrevuelan el arrecife y se posan sobre una de sus rocas para también observar el horizonte. María y el mar y la arena y las gaviotas y el aire borran sus diferencias y conforman por un instante un solo paisaje de experiencia extática. El momento ha sido eterno, luego un leve escalofrío la vuelve en sí y la hace consciente de que es ella la que observa, de que es el paisaje el observado, de que sujeto y objeto son dos realidades bien diferenciadas. Aunque sólo sea por ese efímero instante de comunión infinito, ha valido la pena bajar con el crepúsculo a la playa. María se viste para regresar a casa y se adentra en el otro lado de la avenida, en el asfalto, en el ruido, en el humo de las destartaladas calles aledañas. Ella no se da cuenta porque ya está en mañana, en el trabajo que dejó pendiente, en el colegio de los niños, en las cosas de la casa, pero el crepúsculo y algunas gaviotas avispadas se han vuelto para saludarla al partir.

Johnny es hincha del Manchester United y está borracho como una cuba. Su equipo ha ganado y nada mejor que celebrarlo con unas copas en el paraíso que ha comprado a módico precio en una agencia de viajes. Se ha sentado en una de las terrazas de la avenida de Las Canteras que su guía turístico le había recomendado y allí canta en un inglés ininteligible mientras levanta su cerveza brindando hacia el sol rojizo que él ve blanquinegro como una pelota de fútbol. Sobre la arena replantea las últimas jugadas del gol definitivo. Regateo doble, penetración por la esquina, centro, cabezaso a la escuadra, gol. En los chillidos de las gaviotas que revolotean sobre el arrecife revive los gritos brutales del graderío. Nada hay mejor que celebrar la victoria de su idolatrado equipo con unos buenos litros de cerveza, descamisado y con pantalones cortos en pleno diciembre, ¡qué lujo!, frente a un crepúsculo de postal. Johnny está dispuesto a aprovechar el paraíso hasta el final. No lleva la cuenta de las botellas que ha vaciado en su prominente estómago y le da igual si su conducta importuna a María, a los turistas alemanes que ya están cenando, a los abuelos que salen a esta hora a pasear. Le da igual, todo le da igual, menos el Manchester, menos la arena que le resulta verde campo de fútbol, menos el balón hexagonal que todo lo alumbra desde el cielo, y nada le importa si tiene que bajar a vomitar a la orilla del Atlántico, pues lo ha comprado, por módico precio, en una agencia de viajes de su ciudad natal.

Juana y Gabriel, Arminda y Pablo están entretenidos hablando del último viaje que hicieron con el INSERSO a Asturias, el memorable viaje en el que todos los santos días les cayó un aguacero. Al principio la lluvia fue algo más bien exótico, luego los empezó a fastidiar, aunque, al cabo, lo pasaron bien, que por cuatro perras no estuvieron nada mal ni los alegres bailes verbeneros, ni las excursiones matemáticamente programadas, ni las comidas y las bebidas de sobrada abundancia y calidad. Sobre el viaje hablan sentados en un banco de la avenida de Las Canteras mientras saborean un helado. De gofio, claro está, que de vainilla y turrón tuvieron suficiente en Asturias. El cucurucho que paladean Juana y Gabriel, Arminda y Pablo es su único horizonte y las bolas de los helados su único espectáculo crepuscular, porque las bolas a cada glotón lengüetazo se empequeñecen y empequeñecen hasta que desaparecen a la vez que el sol se pone tras el horizonte. Juana tira el envoltorio de su helado en la papelera y Gabriel carraspea su cigarro, escupe y pisa la colilla en el suelo. Mira, en mangas de camisa, mucha lluvia en el norte, mejor que en Canarias no hay sitio donde vivir.
*Profesor Titular de Teoría de la Literatura de la ULPGC
Leer más...