17/2/07

Política, historia del arte y museos. Una perspectiva anamórfica.

Por Fernando Estévez González*
En los periféricos paisajes de Canarias, la Política y la Historia del Arte aparecen componiendo un cuadro que, mirado de frente, nos proporciona una elocuente representación de la sempiterna disociación entre políticos e historiadores y críticos de arte en el manejo de la cultura. Como fondo figuran los museos en tanto que expresión de las ya viejas desavenencias sobre su orientación y gestión. En ese cuadro, mirado de frente –hay que insistir– los políticos representan lo autóctono, lo canario, mientras que a los críticos e historiadores del arte los vemos declarando su distanciamiento de lo local, esgrimiendo el carácter universal del arte. Esta es, desde luego, una imagen “oficial”, de esas que a fuerza de contemplarla una y otra vez, ha terminado por convertirse en una verdad incontrovertible. Y, así, los políticos figuran conformes a su papel –la defensa de lo propio, de nuestras particularidades, aunque para ello hayan de soportar alguna impertinencia de los críticos e historiadores del arte–; por su parte, estos mismos, se muestran haciendo suyo el papel de intelectuales independientes de los poderes públicos.

De siempre dada por buena, esta interpretación se ha visto reforzada en las últimas décadas en las Islas por el hecho de estar gobernadas por “nacionalistas”, dado que se presupone que lo suyo sería –con arreglo su ideario político– crear y mantener museos con el único fin de exaltar la historia y la cultura locales. Y se da también por acertada la opinión de que los nacionalistas, miopes respecto a la alta cultura cuando no abiertamente despreciándola, habrían creado y mantenido a regañadientes los museos de arte. Desde la propia historia del arte, y con ella toda la intelectualidad autodefinida como “cosmopolita”, no se ha dejado nunca de señalar que la escasa sensibilidad y formación de la clase política local ha sido el principal obstáculo para desarrollo cultural de las Islas. Esta ha sido, y todos asintiendo, la mirada frontal a este cuadro de la política, la historia del arte y los museos. De igual manera que se nos ha inculcado que “mirar de frente” es una virtud moral, así se nos ha adiestrado que para ver correctamente un cuadro también hay que mirarlo de frente.

Pero aunque sólo fuera como un mero ejercicio exploratorio, se podría ver esta composición desde otro ángulo. Y así, efectivamente, si se le observa desde una perspectiva anamórfica, desde una perspectiva oblicua, la imagen que resulta es bien distinta, acaso inesperadamente reveladora. A diferencia de la mirada frontal, que crea la ilusión de que la imagen vista re-presenta algún aspecto de la realidad pero que en el fondo, ya lo sabemos, se constituyó modernamente como uno de los principales dispositivos de legitimación política y ética de la Modernidad, especialmente a través de los museos, la anamórfica, por el contrario, se escapa al control y a la disciplina de la ortodoxia estética. Desde esta última, el cuadro proporciona otra imagen que permanecía desenfocada por la inercia de la mirada frontal. Bajo este enfoque se puede observar cómo la política necesita a los museos, y los necesita bendecidos por la historia del arte, para dotarse de un marchamo de “modernidad”, al tiempo que la historia del arte reclama para sí la tarea de dotarlos de contenidos para materializar socialmente su poder intelectual. Aquí es importante notar que esos museos no son otros que los museos de arte –y específicamente los de arte moderno y contemporáneo–. Contra lo que se nos presenta como evidente, contra lo que se ha incluso sancionado desde la academia, las elites locales obtienen su liderazgo cultural y político entre la población local no tanto a través de los museos arqueológicos, históricos, etnográficos.. como de la implantación de museos de arte.

Es precisamente la historia de arte la que, hablando de arte en Canarias, convirtiéndolo en su particular y delimitado objeto de estudio, da carta de naturaleza al “arte canario”. Es la universalista disciplina de la historia del arte la que establece la existencia de un “arte canario”, y no la proclamación política del mismo. De esta forma, la historia del arte se convierte –papel que desempeña en todo el mundo– en uno de los principales bastiones de la construcción de la nación; en este caso, si se ha de hablar con precisión jurídica, de la “nacionalidad” canaria. Pero, y esto es importancia capital, para que la historia de arte cumpla esta estratégica función ha de presentarse siempre como una disciplina cosmopolita, no atada a los constreñimientos locales. Por paradójico que pudiera parecer, la existencia de un “arte canario” pende siempre de que su historia se analice, se periodice, se evalúe, con arreglo a los criterios de la “internacional” historia del arte.

Ciertamente, los museos nacieron como uno de los dispositivos más eficaces de la propaganda y legitimación de la nación en la Modernidad; como tales fueron exportados al resto de mundo en el mismo paquete que contenía el modelo de Estado y de sociedad civil occidental. En particular, los museos arqueológicos, históricos, etnográficos… desempeñaron el estratégico papel de suministrar las heroicas narrativas de los orígenes y la memoria colectiva de la nación. Pero pese a esta relevancia, todos ellos fueron subsidiarios respecto de los museos de arte, que fueron los llamados a dotar a la nación de su verdadera personalidad. Su propia proliferación, fuera incluso de las capitales y las grandes ciudades, no hizo sino reforzar históricamente la centralidad de los ”museos de arte” como los principales indicadores de la riqueza y prestigio nacionales. Este mecanismo ha operado también en las Islas pese al fomento, a menudo con estridencia, de los museos de “cultura local” auspiciados por la política “nacionalista”. Pero en Canarias, desde luego en lo que parece contra intuitivo, los museos de historia natural, arqueológicos, históricos, etnográficos nacieron y son mantenidos, fundamentalmente, como recursos turísticos –tanto para los extranjeros como para los propios locales, amén, claro está, de ser visita obligada para la cautiva población escolar-. De hecho, en comparación con los de arte, estos museos no dejan de ser combinaciones, muchas veces esperpénticas, de souvenirs turísticos y juguetes infantiles. De ahí que, por esta razón, sólo los museos de arte proporcionan el necesario marchamo de legitimación cultural a las elites locales, muy especialmente cuando éstas adoptan un ideario político “nacionalista”. Ahora bien, para decirlo una vez más, es la historia del arte la que otorga dicha legitimación y no la mera voluntad política. De tal forma que, si no se cae en la trampa de mirar el cuadro de frente y se adopta, por el contrario, esa otra perspectiva anamórfica, se puede apreciar que la imagen lo que muestra es a la política local y la historia de arte manteniéndose mutuamente, simbióticamente, sus posiciones de poder en la sociedad insular.

Por lo demás, ese punto de vista anamórfico ofrece un último matiz. En su narcisismo, la historia del arte -internacional, cosmopolita, moderna- cree ver en las elites políticas insulares una palpable muestra de localismo chovinista, consecuencia de la inmadurez cultural que también se le presupone. Sin embargo, todo indica lo contrario. Con sus museos de arte contemporáneo, con sus auditorios y demás dispositivos de “alta cultura”, la elite política de las islas se legitima dentro y se homologa fuera; con sus museos arqueológicos, históricos, etnográficos ceba de nostalgia a la población local al tiempo que exotiza la cultura local para el consumo turístico. Acorde, entonces, con los tiempos que corren, la élite política canaria dosificando la alta y baja cultura, pero descreída de una y de otra, parece resuelta e inteligentemente instalada en la posmodernidad. Por el contrario, la historia del arte –todavía moderna en plena posmodernidad– y ensimismada en sus pugnas académicas, ha perdido buena parte de su potencialidad crítica. Y así, mirando oblicuamente este cuadro en el que figuran la política y la historia del arte, con los museos como telón de fondo, podemos ver a la clase política, sonriendo merecidamente tras haber logrado, como hace muchas décadas expresó el historiador Elías Serra, que el cosmopolitismo formal de los intelectuales insulares no sea otra cosa que un tipismo más.
*Profesor de Antropología de la Universidad de La Laguna