7/3/07

Fotografía forense del arte y el arte forense de la fotografía

Ramón Salas*
Es difícil exagerar la importancia que la fotografía ha tenido para la evolución del arte e imposible resumirla. Cuando periclitaba el ‘paradigma renacentista’, considerado durante siglos la forma objetiva de describir lo real, la fotografía reavivó la expectativa de encontrar un modo de representar sin la engañosa mediación de la conciencia. Su ‘naturalidad’ puso de manifiesto que la pintura, antes que representación, es una construcción; y le obligó a asumirlo.
Reprodujo las obras ‘únicas’ y las integró en entornos discursivos, haciendo periclitar la rancia creencia de que la experiencia estética se obtiene en silencio en el museo. Desvinculó el arte de la descripción figurativa mediante un talento excepcional. Y al no responder ya a sus características tradicionales se extendió la sospecha de que el arte no era más que eso a lo que se aplica tal nombre. Al hacerse autorreflexivo, el arte descubrió que su estatuto era convencional y, en buena medida, el pago de los servicios prestados al poder. La fotografía sembró la duda sobre el cometido del arte en la historia y le empujó a consagrase al análisis crítico de la relación entre las palabras y las cosas. En definitiva, la fotografía asstió al parto de eso que llamamos arte moderno.

Al mismo tiempo que desplazaba el arte hacia los límites de la visibilidad, la fotografía colonizaba este territorio. El prestigio de su imparcialidad extendió la identificación entre fotografía y verdad: hizo verosímil la posibilidad de alcanzar una experiencia directa de lo visible sin necesidad de verlo, e incluso sin sospechar la mediación de una mirada interpuesta. La fotografía era instantánea, in.mediata, su significado coincidía con su significante y resultaba accesible sin experiencia ni erudición. La verdad estaba ahí fuera, la realidad era elocuente, comunicativa, respondía a criterios racionales que debían ser observados, no había que crearla, sólo descubrirla, desvelarla limpiando la mirada de clichés ideológicos.

El arte se hizo moderno desmontando sus propias pretensiones representativas. La fotografía siguió confiando en sí misma. Tampoco tenía la facilidad de la pintura para desprenderse de la referencialidad ni de la escultura para expandirse y explotar su propia materialidad. La fotografía no supo negarse a sí misma y optó por un camino opuesto al arte aunque no menos moderno: lo ‘específicamente fotográfico’, el documentalismo.

La fe mueve montañas: la realidad terminó coincidiendo con su imagen, pero no por la habilidad de la fotografía para imitar la experiencia sino por la necesidad de la experiencia de imitar a la fotografía en la época del mundo devenido imagen: no hay más guerras que las que salen en los periódicos, y el matrimonio es la excusa para tener un álbum al que sacrificar el disfrute de nuestra propia boda. Los pintores dejaron de observar los matices cambiantes de su modelo al tiempo que todos aprendimos a experimentar a través del visor, confiando la memoria al registro mecánico.

Durante siglos, el arte redujo el acontecer a un puñado de actitudes memorables de personajes ejemplares. La democratización de la posibilidad de hacerse una imagen de la realidad provocó una inflación de referentes que, provisionalmente, pudo contenerse gracias a la función antropológica del álbum, que limitó el repertorio de ‘momentos bio.gráficos’ (que dibujaban una vida). El acto de meter la cámara en el bolso anticipaba y restringía lo memorable, del mismo modo que los costes editoriales limitaban los referentes artísticos. Pero la fotografía móvil y la edición digital han multiplicado al infinito los ‘momentos históricos’. Los referentes proliferaron no sólo hasta fatigar la erudición sino hasta amenazar la posibilidad de compartirlos. Por primera vez en la historia el tiempo registrado es muy superior al tiempo vivido, la representación ya no es un mecanismo para compendiar una realidad desbordante sino un catalizador de ese vértigo que abruma toda voluntad discursiva. Ni siquiera la publicidad, que había conseguido jerarquizar las imágenes por reiteración, parece capaz de contener el desbordamiento de los canales que disfrutaban de un lugar privilegiado frente a las masas.

Vivimos en la era del simulacro, la representación ya no copia un modelo, son los modelos (maniquís) los que copian la representación. Sólo podemos mirarnos en el espejo del mercado, convertido a su vez en un calidoscopio que extenúa nuestra capacidad bio.gráfica. En este preciso momento, la fotografía repara en que la autocrítica no tiene porqué ser exclusivamente formal: su autorreflexión sobre lo ‘específicamente fotográfico’ en el mundo devenido imagen ha trasladado el fotoperiodismo allí donde se están librando las guerras culturales: la esfera de lo íntimo. El ‘momento histórico’ (History: la historia de ellos) exigía el arrojo del reportero, las ‘historias del momento’ (stories) se dilucidan en un ámbito vetado al más abnegado corresponsal. La fotografía entró en el olimpo del arte coincidiendo con la disolución de la obra en un archivo de documentos, registros, esquemas, mapas, comentarios… Cuando el arte autónomo se mimetizó con los procesos heterónomos de (re)producción de sentido (industriales, académicos, comerciales, cinematográficos, literarios…) la fotografía se convirtió en herramienta de un artista disfrazado de documentalista, cuando no de detective. Esta mímesis podía ser alegórica, paródica o irónica, en la medida en que afirmara, negara o pusiera en cuestión la validez de una determinada práctica. El reportaje parodiado perdió interés por la vida ‘real’ y se centró en la ‘posada’, teatral, dramatizada.

El arte conceptual había culminado el proyecto moderno con la disgregación de la obra en un espacio de elucidación donde el espectador debía participar en la toma de conciencia de los procesos que legitiman las imágenes que nos modelan. Después de esto, cualquier otra forma de arte es mera adaptación a la sociedad del espectáculo o pura necrología. Pero los cadáveres son inestimables para la anatomía patológica. Más aún si se conciben específicamente para su disección. La fotografía zombi ya no registra la vida, sino la performance. Parodia la instantánea, la imagen in.mediata de un mundo mediatizado por la instantaneidad, saca fotos del modo de mirar, imágenes forenses de ella misma y, así, reinventa la modernidad. La historia que nos contaron a principios del siglo XX y nos repitieron después de la segunda guerra mundial -porque los norteamericanos no se habían enterado- se nos re.lata una vez más.

Ahora que la instalación reedita el aura de la presencia, el multiculturalismo, la nostalgia por lo exótico y el arte relacional por la comunidad, ahora que el ‘bienalismo’ ultraestetiza la existencia reeditando la formula de la obra de arte total en versión parque temático y el arte político nos retrotrae a los debates de los años 30… la fotografía vuelve a suscitar sospechas sobre la legitimidad de la estética y la representación. Pero como sigue sin poder sacudirse su referencialidad, esta reflexividad no se hace abstracta, vacía. Se cumple así la previsión de Derrida: la clausura de la representación no prescribe pensar la representación del destino, sino el destino de la representación que, liberada de sí misma, gratuita y sin fondo, debe continuar de manera fatal.

El arte está dejando de ser un ámbito de competencia limitada entre imágenes ideales (de la muerte) que se remiten a un campo de referencias culturales compartido que permite interpretar las decisiones inscritas en su factura en clave dialéctica. Hoy las imágenes nacen de fuentes e intereses incontrastables e irreductibles. De manera que, si el arte sigue pretendiendo que nuestro punto de vista nos signifique, la imagen debe construir explícitamente el relato de su propia con.formación. La recurrente tensión entre la gramática de la imagen en movimiento y el estatismo de la fotografía actual nos recuerda que la salvaguarda de la voluntad –aún humanista– de detener la mecánica de los acontecimientos para demandarles que se plieguen al sentido (y no otra cosa es hacer política y micropolitica) exige la creación de un guión que ya no puede ser lineal sino adoptar la forma de un archivo: la narrativa vivencial de nuestra existencia disgregada y recurrente no puede plegarse a los géneros biográficos clásicos, necesita mapas, itinerarios, derivas, manuales, listas, informes, archivos, enlaces, citas, talk-shows, sms, blogs, reportajes, cartas a los reyes… Quizá el arte ya sólo pueda ser el postrero intento de editar la fotonovela de una vida dispersa.
*Profesor de Pintura en la Facultad de BB.AA. de la Universidad de La Laguna.